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#TBT:Nicolás García Uriburu
Una visión tan clara como el agua clara y tan compleja como la relación del hombre con el mundo, y la búsqueda progresiva de vías de expresión de este pensamiento, […]
Una visión tan clara como el agua clara y tan compleja como la relación del hombre con el mundo, y la búsqueda progresiva de vías de expresión de este pensamiento, sostenida con pasión y lucidez a lo largo de toda la vida. Así de breve podría ser el compendio retrospectivo de Nicolás García Uriburu, artista brillante que supo utilizar su obra para darle forma a inquietudes pioneras y que complementó su labor estética con una consistente militancia en los temas de su preocupación. Aunque quizá lo de complementar esté de más, porque quién decide que pintar un cuadro es hacer arte y que plantar un ombú no lo es. O que una carta de lectores carece del valor de la poesía o de las posibilidades estéticas de la música. Para comprender a García Uriburu en su esencia, es preciso imitar esos mapas suyos de una América total y radiante, y dejar que las fronteras caigan por el peso de su insignificancia.
Hombre del Sur
Se llaman rewes y son unas impactantes esculturas que algún mapuche inspirado y sudoroso talló hace siglos sobre troncos de árboles familiares. Tótems con miradas intimidantes o atemorizadas –difícil resolver una interpretación– cincelados sobre madera que el tiempo resquebrajó, partió e hizo estallar. Ajados, heridos, estos colosos indígenas se han convertido en símbolos involuntarios de una humanidad diezmada. Son uno, tan solo uno, de los hitos de Mapuche. Arte de los pueblos del Sur, que por estos días termina de exhibir el Museo de Arte Popular José Hernández.
La muestra es una nueva apuesta de la Fundación Nicolás García Uriburu a la difusión de la vasta colección de arte precolombino que el artista forjó a lo largo de décadas de paciente acumulación, para después donar a esta entidad que bautizó con su nombre. Con sede en el pintoresco Pasaje Bollini y curaduría permanente de Joaquín Molina, quien también se ocupa del montaje de las exposiciones cuando las piezas salen de la Casa, la Fundación se ocupa de conservar, proteger y divulgar este patrimonio a través de exhibiciones y libros. Entre sus emprendimientos más sonados aparece Las Culturas Verdes, Arte plumario de los pueblos de la selva, que con su riqueza color esmeralda dejó pasmados a los miles de espectadores que la vieron en el Centro Cultural Recoleta en el 2005.
La afición de Nicolás por las culturas originales de Latinoamérica es de larga data. “Antes de los 20 años, hice un viaje a Perú y empecé a coleccionar. Un tío abuelo mío tenía muchas piezas, yo no lo conocí pero las heredé de mi padre: todo muy antiguo”, cuenta. “Al principio me interesó lo peruano, después cuando descubrí lo argentino hice hincapié en eso. A la gente, que en general valora tanto lo europeo, le impresiona venir y ver estas cosas, no puede creer cuando se da cuenta del nivel de desarrollo que alcanzaron estas comunidades”, se entusiasma. Eso mismo testimonian algunos de los objetos exhibidos en Mapuche, como las kaskawillas, deliciosos instrumentos hechos de cuero, crin y cascabeles; los trarilonkos, bandas de fibra textil con monedas de plata aplicadas, puro lujo ornamental; los llankotus, unos collares de diseños verdaderamente sofisticados; y los textiles de lana de oveja, claro, teñidos con fibras naturales que conservaron su estridencia a lo largo de las eras.
Pero la pulsión coleccionista de García Uriburu no acaba con las producciones de los americanos primitivos. Ferviente admirador de nuestro vecino rioplatense, de sus paisajes y cultura, reconstruir la historia moderna de las artes plásticas uruguayas ha sido otro de sus desvelos. Así, siguiendo huellas, rastreando filiaciones y hallando piezas prodigiosas, de pronto se vio dueño de “un acervo de interés nacional. Hay muchísima estatuaria, de los Zorrilla de San Martín, los Belloni, los Prati, que son quienes inauguran el país”. Con un fuerte acento en la escultura, la colección también incluye pintura, fundamentalmente paisajes de firmas canónicas. En este caso, el artista donó su tesoro al Estado, que lo instaló sobre una antigua escuela en Maldonado. “Mucha gente se volvió solidaria y regaló piezas, por eso queremos agrandar este museo, hasta duplicarlo. Espero, en lo que me queda de vida, poder hacerlo”.
Difícil poner en palabras el aporte que significan acciones privadas como éstas en el marco de naciones con políticas culturales magras. En ambas márgenes del Plata, las iniciativas de mecenazgo del artista han sido celebradas por la sociedad civil, pero prácticamente ignoradas por quienes debieran encararlas en primera instancia. “Los intendentes me prometen que me van a ayudar, que van a arreglar las goteras, pero después no lo hacen. En este museo hay una carbonilla fantástica de Zorrilla de San Martín, que cuando llueve, sencillamente se descuelga y después se vuelve a poner”, acota García Uriburu sin disimular su descontento.
Colores verdaderos
Hacia el pasado, entonces, la ponderación del peso de lo precolombino en la identidad americana y el rechazo al impiadoso exterminio que sufrieron los primeros pobladores de nuestra tierra. Hacia el futuro, una honda preocupación por el daño que los humanos imprimimos en el planeta. Preocupación, es justo aclararlo, absolutamente adelantada. Después de las acciones de Greenpeace, después de la ecología convertida en moda (en algunos casos, hasta su completa banalización), después de Al Gore y sus verdades incómodas, nadie ignora al menos los títulos de lo que se aproxima: extinción de especies animales y vegetales, destrucción de los bosques tropicales, escasez de agua potable, calentamiento global. Distinto es haber tenido conciencia ecologista cuarenta años atrás.
Eso demostró en 1968 cuando, viviendo y pintando en la Cité des Arts de París gracias a la Beca Braque que acababa de obtener, viajó a Venecia para participar de la célebre Bienal y tiñó de verde el Gran Canal a modo de advertencia sobre la contaminación de las aguas, en lo que probablemente haya sido el gesto paradigmático de su carrera. La fotografía que congela el momento en que un jovencísimo García Uriburu vacía, enérgico, un balde de colorante sobre las aguas de Venecia, es una imagen que el universo del artista refleja ad infinitum en un juego de espejos que recorre todo el arco entre lo público y lo privado. Diferentes versiones de la postal adornan la escalera de entrada a su casa, se reproducen en sus libros y también funcionan como un ícono en su sitio en Internet. En todas partes, condensan la unión indisoluble entre arte y denuncia, a la vez que resuelven en una postura corporal escultórica la paridad entre la obra y la vida.
Reseñas exhaustivas de esta vida y de esta obra –como el magnífico texto de Pierre Restany que acompaña el volumen donde se compila la trayectoria del artista hasta 2001, el año de su publicación– fechan y precisan datos sobre la serie de intervenciones de land art iniciada en Venecia. Desde Tokio hasta Londres, desde Puerto Madero hasta la fuente de la pirámide del Louvre cuando Mitterrand no terminaba de inaugurarla, ríos, lagos y espejos de agua urbanos en todo el globo se han teñido de verde-Uriburu merced a las tintes inofensivas pero elocuentes derramadas por el pintor.
“Cuando coloreamos el agua del Rhin con Joseph Beuys, yo quería hacer esto en el río más contaminado de Europa. Él, que era un gran artista, se acercó y me preguntó si lo dejaba entrar en mi proyecto, así que lo hicimos juntos. Diez años más tarde el río, que tenía cien mil tóxicos, estaba limpio. Se puede nadar, se puede pescar… lo cual indica que es posible, pero que hay que tener voluntad de lograrlo. Hoy uno ve cómo chicos caminan descalzos por las márgenes del Riachuelo, donde hay ácidos de todo tipo, y nadie hace nada. Es de temer”, concluye con espanto.
El mismo espanto que lo llevó en 1999 a trabajar con fotos digitales intervenidas en una exposición que tituló Empresas Contaminantes Auspician, “jugando con la idea de que el sponsor por un lado blanquea y por otro contamina, en ese doble mensaje típico de la Argentina. Fue una denuncia total.” ¿Qué si le trajo problemas? Desde luego.
La metáfora del árbol
En estricta coherencia con todos estos emprendimientos, García Uriburu ha consagrado altas dosis de energía a la plantación de árboles y a la defensa de plantas cuya supervivencia ha peligrado por distintos causas. En 1980, los militares que gobiernan el país se percatan de que los plátanos de la Plaza Grand Bourg disimulan un tanto las placas de la fachada del Instituto Sanmartiniano, y sin más deciden eliminarlos. Llegan a derribar uno, pero Nicolás –que vive en el barrio– lo advierte y envía una sentida carta de protesta al diario La Nación (como lo había hecho casi una década antes para salvar los jacarandás de la Plaza Chile en una cruzada que resultó parcialmente exitosa). Esta vez, la agitación pública logra cancelar el operativo y los nueve plátanos restantes todavía regalan su dignísima exuberancia centenaria.
Defender, entonces, y también plantar. El artista es miembro fundador del Grupo Bosque, una organización uruguaya creada con fines de reforestación que llegó a plantar nada menos que seiscientos mil pinos. No eran los primeros árboles que se arraigaban en tierra charrúa por iniciativa suya. En 1974, en ocasión de una muestra de sus obras en el Museo de Arte Latinoamericano de Maldonado, Nicolás legó a la institución uno de sus famosos cuadros de ombúes, imponiéndole al director Jorge Páez Vilaró una condición; “le pide que haga efectivo el principio de las equivalencias: un ombú adentro, y un ombú afuera”, narra Restany. De más está decir que el director acepta, y juntos plantan el árbol en el patio del museo.
Con plantaciones masivas en Europa y el Uruguay, Buenos Aires no iba a ser la excepción. “Hace como dieciséis años se me ocurrió plantar árboles en la 9 de Julio los días 9 de Julio, que es época apta. Me pareció que era un lindo homenaje a la fecha patria. Entonces convoqué a distintas personalidades a venir con sus plantas, figuras que ayudaban con su nombre haciendo que el evento tuviera repercusión. Eso continuó haciéndose. Como el Gran Canal de Venecia, que son tres kilómetros de agua, esto es lo mismo pero en tierra, tres kilómetros de avenida que quise convertir en un río verde que uniera el Norte con el Sur. Coronando los dos extremos, plantamos ombúes”.
Ombú que en el mundo maravilloso de García Uriburu es de todos los árboles, el árbol. No hay dudas de que como la postal de Venecia, he aquí otra síntesis de su obra. Con una potencia simbólica intensa, completo como un microcosmos de belleza y armonía únicas, el árbol ha sido obsesivo motivo de representación en su pintura y también objeto de sus acciones concretas en favor del oxígeno del planeta.
“Soy un comunicador de ideas”, se define Nicolás, incómodo de que se lo considere solamente como artista: “De mi pintura ya se ha hablado tanto…”. Además, no hay que olvidar que es arquitecto. Aunque se inscribió en la carrera para disipar los temores paternos de que el arte, en el que entonces ya había incursionado, lo condujera irremediablemente a los desmanes de “una vida bohemia”, fue lo suficientemente constante como para recibirse. No ejerció la profesión más que para construir su refugio en Punta del Este, los de un par de amigos en la misma zona, y para diseñar la reforma de la casa donde funcionan la Fundación y su taller. Pero no se arrepiente de haber hecho la carrera: “Muchísimas materias, como historia del arte, composición y dibujo, me ayudaron para la pintura, en la que sí fui autodidacta. Además, pasar por la Universidad me dio una cosa más estricta en el pensamiento. Yo detestaba la matemática porque no la entendía, pero en la facultad tuve una profesora francesa que me abrió una puerta gigantesca; con ella empecé a ver cómo los teoremas subían, bajaban, se movían… fue increíble entender ese mundo que me era totalmente hermético”.
El que él creó, en cambio, dista del hermetismo. Sus delfines danzantes y sus preciosas ridículas, sus virgencitas criollas y sus planisferios invertidos, sus esculturas serruchadas, sus árboles multi-brotados (los pintados y los vivos), como ese inmenso caudal de aguas verdes –tono efímero, grito a perpetuidad– conforman un todo de una coherencia, de una elementalidad y de una sencillez de aprehensión admirables.
Texto: Sol Dellepiane A.
Producción: Marina Braun
Retrato: Amparo Bernabé
Fotos: Archivo D&D y Gentileza NGU
Foto retrato: Loana Menendez.