Edición Nº 186
Decoraciones trasplantadas
Hoy es difícil imaginar cómo hizo un matrimonio argentino, residente en Europa, para embarcarse hace cien años atrás en un emprendimiento de la magnitud y complejidad del palacio Errázuriz. Tener […]
Hoy es difícil imaginar cómo hizo un matrimonio argentino, residente en Europa, para embarcarse hace cien años atrás en un emprendimiento de la magnitud y complejidad del palacio Errázuriz. Tener un “pedacito” de Europa en el lejano Río de la Plata no era solo signo de pertenencia y poder, sino también de un alto grado de refinamiento.
La traspolarización de históricos elementos arquitectónicos del viejo continente a las nuevas construcciones emprendidas, tanto en América del Norte como del Sur, por una rica burguesía que aspiraba a poseer algo de esa cultura que tanto la había deslumbrado en los sucesivos viajes, era absolutamente corriente. Desde el traslado de cuatro abadías medievales financiadas por el millonario John D. Rockefeller con la intención de reproducir en Fort Tryon Park (las afueras de Nueva York) un claustro románico, en pleno crack de Wall Street, hasta los ejemplos locales (a una escala sustancialmente menor) como la esquina porteña de Ocampo y avenida del Libertador, donde el arquitecto Juan Manuel Acevedo y su mujer Inés de Anchorena edificaron su imponente hotel particulier. A fines de la década de los veinte, el matrimonio había adquirido en Francia parte de una abadía del siglo XV que perteneció a la colección Heilbroner.
En las barrancas de Martínez, Cora Kavanagh también hizo lo propio incorporando a su comedor suburbano una boiserie Luis XVI que había estado en un antiguo hôtel particulier de la ciudad de Burdeos. Pero de todas estas excéntricas “importaciones”, la que se lleva todas las palmas es la boiserie instalada en la residencia Errázuriz, hoy Museo Nacional de Arte Decorativo. Fue adaptada al salón Luis XVI que el arquitecto René Sergent proyectó desde París para enviar a Buenos Aires, sin haber pisado jamás esta ciudad. Este elegante revestimiento ensamblado en obra por artesanos locales, provenía -al igual que la instalada en el hôtel Camondo – del hôtel Le Tellier ubicado en 11 rue Royale a metros de la Place de la Concorde, y que pertenecía al conde de Menou.
Lo que hoy nos puede parecer una excentricidad sin límites, los afortunados bolsillos de aquella clase alta de principios del siglo XX permitieron estos testimonios ahora históricos que, dispersos en edificios sobrevivientes de una época no tan lejana, hablan de una ciudad que aspiraba a parecerse, al menos un poco, a las grandes capitales europeas.
Texto: Arq. Marcelo Nougués